Homenaje a mi abuela Modesta
9 de Octubre de 2009
Elige una mesa solitaria y se sienta en la terraza de la cafetería, frente al ayuntamiento en el que sesenta y cuatro años antes fue detenido su abuelo. Es un día soleado y en la plaza varios peregrinos miran mapas, sacan sus pies de las botas para relajarlos, detienen sus bicicletas para tomar un respiro o intentan localizar las flechas amarillas que les indican por dónde deben seguir su camino. Remueve distraído el café con leche y repasa las anotaciones de su cuaderno; en los márgenes apunta correcciones, ideas o comentarios. Alza la vista y observa la puerta a la que un día se acercó su padre para llevarle al abuelo detenido algo de comida y una muda limpia. Imagina al guardia que al principio ignora conscientemente a aquel muchacho que le mira con los ojos asustados y después le dice sonriendo, a ese niño angustiado al que le faltan dos días para cumplir diez años, que el padre al que quiere visitar ha escapado por una ventana, que ya no está ahí. En ese momento es capaz de sentir cómo a su padre se le evapora la infancia, se le apaga el mundo, se le paraliza el corazón y la angustia le recorre el cuerpo de los pies a la cabeza, antes de llegar resoplando a casa para decirle a la madre que padre se ha fugado, que según le dicen saltó por una ventana y no saben nada de él.
La imagen de su abuela gritando, desesperada, asustada, incapaz de recoger los añicos de su biografía rota, herida de la manera más profunda, se instala en su cabeza. La ve tirando cualquier cosa que tuviera en ese momento en la mano, soltando el delantal como si quedara suspendido en el aire al tiempo que sale corriendo hacia el ayuntamiento, desbocada, poseída por un temor sin límites, por un dolor infinito, por la terrible sensación de que algo fundamental se ha desprendido de su vida para siempre. Apenas respira hasta que llega a la plaza e interroga al falangista que vigila la puerta. El hombre le recrimina pero la angustia la incapacita para controlarse y grita que quiere que le digan dónde está su marido, que quiere saber qué le han hecho. Al tiempo le sujeta los brazos al hombre que vigila la entrada, se los agita, como si tratara de acelerar la respuesta para despejar una décima de segundo antes esa duda terrible, esa nube de plomo que acaba de derramarse sobre su horizonte. El guardián la empuja, se separa de ella y esta vez se ahorra la sonrisa para decirle que su marido no está allí, que él no ha hecho el turno de noche pero cree que se escapó. Y entonces ella, convertida en un inmenso lamento trata de entrar, de ver que ya no está, y el guardia la sujeta, mientras ella patalea, araña, lucha. Quiere recorrer cada rincón de aquel edificio, quiere oler las baldosas, la reja de la celda donde su marido ha estado detenido, el catre donde ha dormido, respirar el último aire con el que él ha llenado sus pulmones, comprobar que no le mienten y quizá no quieren que lo vea torturado, golpeado, amoratado. Pero entonces otros dos hombres salen a su encuentro y la sujetan y le dicen que no tiene nada que buscar, que a su marido lo llevaron de paseo.
La mujer sigue luchando, batallando; intenta esquivar lo inevitable, hasta que un grito sale de su garganta, un grito que nunca más volverá a repetir, un grito que asusta y paraliza el aire, lo tiñe, lo oscurece; que detiene a todos los que en ese momento atraviesan la plaza, que estremece a quienes saben exactamente lo que significa, que congela las lágrimas de sus hijos, que la han seguido hasta allí asustados porque presienten que se les evapora la infancia y no identifican exactamente por qué, hasta que aquella palabra, aquel polisílabo con el que su madre enuncia una verdad que deja de existir en ese mismo instante: “¡Asesinos!”.
La garganta de la madre lanza aquel estallido como una inmensa ola que derrumba el silencio que en las últimas semanas el pueblo ha construido para vivir como si aquellos crímenes no estuvieran ocurriendo, como si los camiones que de noche salen cargados después del toque de queda no fueran a ninguna parte, como si las mujeres a las que no se les permite vestir de luto no se mordieran los labios para sujetar su llanto, como si nadie viera a los niños con la mirada perdida que de un día para otro abandonan la escuela para ir a trabajar, como si no hubiera familias que un día recogen sus pocas pertenencias y abandonan el pueblo porque lo que hasta ese día era suyo ha dejado de pertenecerles.
(Del libro que estoy escribiendo: Agujeros en la niebla)
Emilio Silva
Ventanas
Hace 5 horas
9 comentarios:
Ya había leído esta entrada emocionante en el blog de Emilio. Un gran blog, por cierto.
Besos.
Salud y República
Conmociona leer estas secuencias.
Tan bien relatadas , en absoluta concordancia con lo que pasó.
Aunque la angustia se sofoque en la garganta hay que leerlas.
Muy bueno!!
Que tristeza......que dolor, lo siento, no puedo escribir mas.
Un abrazo
Se me ha hecho un nudo enorme en la garganta.
No me queda más que felicitarte por lograr tanta emoción en tu relato.
Una historia que estremece apenas leerla.
un abrazo.
Desgarrador relato. No deberiamos olvidar nunca estas pequeñan historias que una a una constituyeron nuestro presente.
Un abrazo, Saiza!!
Seguimos en el empeño...
* octubre 18, 2009. IU CM p/Marcos Ana Premio "Abogados de Atocha"
(Posted by SaiZa on sábado 18 de julio de 2009 en su blog El Rincón de la Memoria (...)
... Buen dí y un abrazo. PAQUITA
Se me ha puesto un nudo en la garganta. He visto a mi propia abuela en la misma situación. He visto a mi abuelo "fugado" iluminado por las luces de un camión antes de terminar su último "paseo".
Besos, Saizaoushinat
Eso mismo nudo en la garganta senti yo al leelo, es por ello que quise darle difusión y traerlo a este rincón de la memoria, en la que la emoción nos ha atrapado. Asi que gracias a todos por seguir cada día al pie de la memoria y recorriendo ese camino contra el Olvido. Un abrazo a todos.
¡salud, Memoria y Libertad!
Y aveces que hacemos los homanajes cuando ya es tarde!
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