Mi madre, abuela de mis hijos.
“Estando con la nieta en la misma casa en que ella nació, a pocas dunas del mar, se pregunta si el olor es el mismo que sentía hace setenta años cuando en la galería su madre hacía los tallarines caseros y se cocinaba el tuco en la olla de los domingos. Los nietos podían ayudar dando manija a la máquina de metal donde por los agujeros salían perfectos. Cuando se hacían ñoquis los pasaban por el tenedor y cuando tocaba ravioles los cortaban con una ruedita de metal con mango de madera.
Le cuenta a Inés, su nieta menor, que cuando ella era niña, se usaban unos trajes de baño que cubrían mucho el cuerpo, incluso para los varones. Después de hacer la digestión, podían ir a la playa hermanos y primos, siempre que se cuidaran entre todos.
Este domingo quiere sentir ese olor y no puede. Con la nieta juega a las cartas, hacen los trabajos escolares, leen. Igual sabe que ese olor que añora, no es el que le quiere dejar a Inés. Y sin embargo es el aroma extrañado de su madre, de sus cuidados. No de su padre, el Doctor, que reclamaba rapidez en el tendido de la mesa, su vaso de agua con limón y las uvas. Las uvas, que había que servirle en su dormitorio, antes de la siesta.
La madre de la abuela, llevaba orgullosa un apellido escocés con tantas consonantes como batallas ganadas agregaba el nombre. Pero ni tocada por la orden de Ricardo Corazón de León podía dejar de correr solicitada por el marido.
Fueron a la misma escuela. La abuela, primero a aprender, después a enseñar.
Su hija primero, y después los nietos, trajeron la túnica con las mismas manchas violetas de las moras que sacaban del árbol en el recreo ( y que siempre estuvo prohibido). La oreja de la llama de yeso que está en la entrada, sigue rota o la arreglan de vez en cuando.
Cómo le explica a su nieta entonces, cómo todo cambió tanto, si los frutos siguen en el árbol para que todos los sigan alcanzando. Le enseña como puede que hay uvas malditas y moras benditas, que por suerte no se pueden heredar las dos, pero la nieta prefiere seguir el partido de escoba de quince.
Se da cuenta que no puede contarle mucho de los orígenes de sus padres, de sus tíos, de lo que más se acuerda es de aquellos olores, de la playa y de las uvas. También de aquellos fines de año con sus cinco hermanos, la fiesta en su casa de todo un barrio, el perro encerrado en el baño del fondo porque se asustaba del ruido de los “cohetes”. Venían los vecinos, se asaban los corderos y ahí sí los niños casi lograban la propiedad de todo el fondo. Hermanos, primos y amigos se cansaban jugando a “la mancha”, el paso la piedra y no la recibo y más tarde hasta el juego de la “verdad o consecuencia”. Algunos niños daban besos como pagos de prenda. Otros decían la verdad.”
Mi madre, la novia, la esposa.
El entusiasmo de mi padre estaba puesto en la escritura. Por la vía de los hechos se convirtió en periodista. Pasó del boletín del liceo, a escribir en cualquier publicación de contenido social o gremial con la que se vinculaba. Aun siendo muy joven, adoptó el convencimiento de la justeza del pensamiento marxista, como guía de lo cambios que los hombres del mundo se debían. Creía en un futuro destinado a la humanidad, donde fuera posible, la paz y el pan para todos. Ingresó a una organización de jóvenes comunistas, y en un baile que organizaban sus compañeros, de un Centro que llamaban “El estudiantil”, conoció a mamá.
Había ido acompañada por su hermana mayor, mezcla de cuidado y complicidad. Hablando con ella, mi padre supo, que la osada morocha con quien rápidamente entabló conversación, era una de los seis hijos de un médico comunista, bastante conocido en esos tiempos, en los círculos políticos de izquierda.
Por casualidades que parecen signos premonitorios, estaban leyendo el mismo libro, que por lo que ellos cuentan, fue tema de su primer encuentro. Al despedirse, él olvidó devolver una petaca con polvos de maquillaje que ella pidió le guardara en el momento del baile, en el bolsillo del saco. Con el pretexto de devolución, papá emprendió su primer viaje al costero balneario de Malvín, donde mamá vivía con sus padres y cinco hermanos. Seguramente no imaginaba en ese momento, las circunstancias que él mismo protagonizaría viviendo en esa casa, mucho años después. Llegar hasta ahí en bicicleta, transitando por pocas calles, muchas dunas, y cruzando arroyos, no debe haberle resultado fácil. Pero a juzgar por los acontecimientos futuros, mi madre debió haber desplegado una especie de embrujo que la trasciende, provocando que los viajes a pedal, fueran cada vez más frecuentes, y menos fatigantes. No creo que mis abuelos maternos hayan aprobado desde el inicio la elección de mamá, por un muchacho pobre con nada más por bienes, que buenas intenciones. Se me ocurre esto, pensando en mi abuelo, siempre con aires de gran doctor, comunista, pero siempre dirigente, después de haber sido diputado batllista. Y mi abuela, de sangre buena, pero azul, con un apellido escocés de muchas consonantes.
Lo real, es que mis padres siempre disfrutaron relatando, la historia del inicio de su noviazgo. Tanto, que ahora mamá la sigue contando, convertida en cuento, a nietos y bisnietos.
Con veinte años, recién regresada de magisterio, trabajaba en una escuela rural en las cercanías de Tala, en el departamento de Canelones. Aunque en el mapa figura cerca de Montevideo, la realidad geográfica y las posibilidades de comunicación y transporte, que eran insuficientes, hacían del lugar una región lejana. Por esas razones, mi madre daba clases y vivía en la escuela de lunes a viernes. Tenía alumnos de todas las edades, que llegaban a caballo y muchos de ellos, no conocían el mar viviendo a pocos kilómetros de la costa. Ella disfrutó transmitiéndoles lo que podía, y compartiendo sus vidas. Los fines de semana, si daba paso el arroyo, que se desbordaba con las lluvias, volvía a Montevideo. Le gustaba el campo, sabía cabalgar y creo que si hubiera sido decidido sólo por ella, hubiéramos nacido en la campaña y no en la ciudad como lo hicimos.
Marina Weinberger
“Estando con la nieta en la misma casa en que ella nació, a pocas dunas del mar, se pregunta si el olor es el mismo que sentía hace setenta años cuando en la galería su madre hacía los tallarines caseros y se cocinaba el tuco en la olla de los domingos. Los nietos podían ayudar dando manija a la máquina de metal donde por los agujeros salían perfectos. Cuando se hacían ñoquis los pasaban por el tenedor y cuando tocaba ravioles los cortaban con una ruedita de metal con mango de madera.
Le cuenta a Inés, su nieta menor, que cuando ella era niña, se usaban unos trajes de baño que cubrían mucho el cuerpo, incluso para los varones. Después de hacer la digestión, podían ir a la playa hermanos y primos, siempre que se cuidaran entre todos.
Este domingo quiere sentir ese olor y no puede. Con la nieta juega a las cartas, hacen los trabajos escolares, leen. Igual sabe que ese olor que añora, no es el que le quiere dejar a Inés. Y sin embargo es el aroma extrañado de su madre, de sus cuidados. No de su padre, el Doctor, que reclamaba rapidez en el tendido de la mesa, su vaso de agua con limón y las uvas. Las uvas, que había que servirle en su dormitorio, antes de la siesta.
La madre de la abuela, llevaba orgullosa un apellido escocés con tantas consonantes como batallas ganadas agregaba el nombre. Pero ni tocada por la orden de Ricardo Corazón de León podía dejar de correr solicitada por el marido.
Fueron a la misma escuela. La abuela, primero a aprender, después a enseñar.
Su hija primero, y después los nietos, trajeron la túnica con las mismas manchas violetas de las moras que sacaban del árbol en el recreo ( y que siempre estuvo prohibido). La oreja de la llama de yeso que está en la entrada, sigue rota o la arreglan de vez en cuando.
Cómo le explica a su nieta entonces, cómo todo cambió tanto, si los frutos siguen en el árbol para que todos los sigan alcanzando. Le enseña como puede que hay uvas malditas y moras benditas, que por suerte no se pueden heredar las dos, pero la nieta prefiere seguir el partido de escoba de quince.
Se da cuenta que no puede contarle mucho de los orígenes de sus padres, de sus tíos, de lo que más se acuerda es de aquellos olores, de la playa y de las uvas. También de aquellos fines de año con sus cinco hermanos, la fiesta en su casa de todo un barrio, el perro encerrado en el baño del fondo porque se asustaba del ruido de los “cohetes”. Venían los vecinos, se asaban los corderos y ahí sí los niños casi lograban la propiedad de todo el fondo. Hermanos, primos y amigos se cansaban jugando a “la mancha”, el paso la piedra y no la recibo y más tarde hasta el juego de la “verdad o consecuencia”. Algunos niños daban besos como pagos de prenda. Otros decían la verdad.”
Mi madre, la novia, la esposa.
El entusiasmo de mi padre estaba puesto en la escritura. Por la vía de los hechos se convirtió en periodista. Pasó del boletín del liceo, a escribir en cualquier publicación de contenido social o gremial con la que se vinculaba. Aun siendo muy joven, adoptó el convencimiento de la justeza del pensamiento marxista, como guía de lo cambios que los hombres del mundo se debían. Creía en un futuro destinado a la humanidad, donde fuera posible, la paz y el pan para todos. Ingresó a una organización de jóvenes comunistas, y en un baile que organizaban sus compañeros, de un Centro que llamaban “El estudiantil”, conoció a mamá.
Había ido acompañada por su hermana mayor, mezcla de cuidado y complicidad. Hablando con ella, mi padre supo, que la osada morocha con quien rápidamente entabló conversación, era una de los seis hijos de un médico comunista, bastante conocido en esos tiempos, en los círculos políticos de izquierda.
Por casualidades que parecen signos premonitorios, estaban leyendo el mismo libro, que por lo que ellos cuentan, fue tema de su primer encuentro. Al despedirse, él olvidó devolver una petaca con polvos de maquillaje que ella pidió le guardara en el momento del baile, en el bolsillo del saco. Con el pretexto de devolución, papá emprendió su primer viaje al costero balneario de Malvín, donde mamá vivía con sus padres y cinco hermanos. Seguramente no imaginaba en ese momento, las circunstancias que él mismo protagonizaría viviendo en esa casa, mucho años después. Llegar hasta ahí en bicicleta, transitando por pocas calles, muchas dunas, y cruzando arroyos, no debe haberle resultado fácil. Pero a juzgar por los acontecimientos futuros, mi madre debió haber desplegado una especie de embrujo que la trasciende, provocando que los viajes a pedal, fueran cada vez más frecuentes, y menos fatigantes. No creo que mis abuelos maternos hayan aprobado desde el inicio la elección de mamá, por un muchacho pobre con nada más por bienes, que buenas intenciones. Se me ocurre esto, pensando en mi abuelo, siempre con aires de gran doctor, comunista, pero siempre dirigente, después de haber sido diputado batllista. Y mi abuela, de sangre buena, pero azul, con un apellido escocés de muchas consonantes.
Lo real, es que mis padres siempre disfrutaron relatando, la historia del inicio de su noviazgo. Tanto, que ahora mamá la sigue contando, convertida en cuento, a nietos y bisnietos.
Con veinte años, recién regresada de magisterio, trabajaba en una escuela rural en las cercanías de Tala, en el departamento de Canelones. Aunque en el mapa figura cerca de Montevideo, la realidad geográfica y las posibilidades de comunicación y transporte, que eran insuficientes, hacían del lugar una región lejana. Por esas razones, mi madre daba clases y vivía en la escuela de lunes a viernes. Tenía alumnos de todas las edades, que llegaban a caballo y muchos de ellos, no conocían el mar viviendo a pocos kilómetros de la costa. Ella disfrutó transmitiéndoles lo que podía, y compartiendo sus vidas. Los fines de semana, si daba paso el arroyo, que se desbordaba con las lluvias, volvía a Montevideo. Le gustaba el campo, sabía cabalgar y creo que si hubiera sido decidido sólo por ella, hubiéramos nacido en la campaña y no en la ciudad como lo hicimos.
Marina Weinberger
2 comentarios:
Unas historias que me suenan más cercanas por tener la fortuna de haber respirado esos aires. Uruguay, un país generoso de hombres y mujeres nobles por naturaleza.
Saludos!
Querida Marina,
he leido parte de tus memorias y
ultimamente la sobre tu madre, Alba, vieja amistad mía que lamenta-
blemente de Hamburgo no podemos
mantener viva, pero la quiere mucho
y quisiera saber como está ella, como estás tu, como está Gerardo.
Ojalá recibiera noticias de Uds.
mi nieta Janna Hanke va al Uruguay
por unos 6 meses a partir del 17 de
Setiembre de este ano.
Besps
Steffi Wittenberg
e-mail Steffi.Wittenberg@t-online.de
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