2- Montevideo
A los doce o trece años de edad, estas ideas se fueron aclarando en el apartamento Montevideano de su hermana mayor, que, cómo si fuera un símbolo se llama Clara. Ella fue la primera en dejar la casa paterna, y trabajando de vendedora en una tienda, alquiló una vivienda, en el barrio céntrico del Cordón. Además de los hermanos que iban llegando, esa casa recibió a amigos de todos ellos, estudiantes y trabajadores, y se convirtió en un centro juvenil, de discusión literaria, política y filosófica. Casi a sesenta años, a veces encuentro a algún viejo amigo de ellos, que sonriendo recuerda aquel lugar.
Es difícil imaginar a la elegante tía Clara, como una de las responsables del camino elegido por mi padre, desde que entró al liceo y para toda la vida. Pero el brillo que mantienen sus ojos verdes, trasmite hasta ahora, una pasión conquistadora. Y entiendo, como aquellos jóvenes, veinte añeros de los ´50, confiesan aun, con una casi sonrisa, el amor por su mirada.
Mi padre, entró con doce años al liceo Público Instituto Vázquez Acevedo en horario nocturno, ya que durante el día trabajaba en una industria metalúrgica, donde se fabricaban tapas de metal, para botellas de vidrio.
Nos transmitió una imagen de alumno aplicado, que ahora no estoy tan segura, corresponda completamente, a la realidad.
Lo cierto es que siendo estudiante del “IAVA”, como aun se nombra ese liceo, comenzó a escribir, tratando de entender una guerra lejana, que afecta a la humanidad y desgarra a su familia. Con un grupo de amigos, alumnos del liceo, publican un boletín, que ellos mismos escriben, programan, copian en un mimeógrafo y reparten a sus compañeros. Se dedican a la difusión del conocimiento de situaciones injustas sobre problemas cotidianos, que lo incluyen a él, a su liceo y a sus colegas, tratando de proponer soluciones colectivas. Pienso que fue ese sentimiento el que definió sus acciones, luego tal vez, sobre bases más sólidas de pensamiento, pero con la misma intención, durante toda su vida.
A esta altura del relato, me detuve a analizar si una admiración desmedida, o una percepción alterada de mis recuerdos infantiles y juveniles, no hacen al testimonio familiar perder valor. Si así fuera, mis disculpas, pero no puedo modificar el curso de mis recuerdos, ni evitar transmitir los valores más queridos que él me entregó. Le debo la convicción, de que en el mundo hay muchos hombres buenos, y hace falta que se cuenten sus historias.
No conozco muchos detalles de esta etapa de su vida, pero sí sé, que quería entrar luego de terminar secundaria, a la Facultad de Arquitectura. Abandonó esa idea, por falta de tiempo, y el orden de sus opciones. Concomitante con los estudios secundarios, cursó un bachillerato técnico, y egresó de la Universidad del Trabajo, convertido en mecánico tornero. Como en verdad parece que era un alumno destacado, accedió a un cargo para desempeñar su oficio, en las líneas aéreas del Estado.
Si no hubiera visto fotografías de papá con mameluco, trabajando en los aviones, hubiera pensado que no era cierto. La imagen que tengo de él, tratando de arreglar algún desperfecto hogareño, no concuerda en lo más mínimo, con ese antecedente. Lo consideré siempre un intelectual incapaz para realizar con éxito, cualquier tarea manual. Revivo episodios de canillas goteando con “cueritos” mal cambiados, cisternas perdiendo agua, apagones a continuación de corto circuitos provocados sin intención, al querer reparar algún artefacto eléctrico y otros ectcétera. La argumentación era siempre distinta, en defensa de su destreza, aunque nunca lo vi preocuparse demasiado, por demostrar habilidades que decía poseer. Ni siquiera mi madre apoyaba su versión en ese aspecto. Y eso que se conocieron en la época que él trabajaba en PLUNA al inicio de la década del cincuenta. Para ser precisos, en esos tiempos, ya había decidido dejar ese trabajo, para dedicarse por entero al periodismo.
Marina Weinberger
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